«(No sé si hay repeticiones en mi libro, pero casi me gustaría que las hubiera, pues he querido que tenga el tono un poco mareado y giratorio de la vida en el café, aquella vida encerrada de espejos, loca de conversaciones, que considero muerta para siempre cuando leo, por los días cuando escribo esto, que el arquitecto que remodeló el Gijón después de la guerra acaba de morir).»
Desde que el año pasado volviera a leer con infinito placer a
Francisco Umbral -concretamente fue la lectura de
su novela Las ninfas- me prometí a mí mismo que habría de volver a hacerlo sin tardar mucho. Y así ha sido, pues al año exacto finalizo otro libro suyo:
La noche que llegué al café Gijón.
Tiene siempre la literatura de Paco Umbral mucho de biografismo personal expresado con acierto en una narrativa memorialista de estilo impresionista y tono lirico que es consustancial y seña de identidad de su prosa. Es una manera de escribir peculiar que me agrada mucho porque no es frecuente en nuestra literatura. Y diré desde ya que si Las ninfas me satisfizo, La noche que llegué al café Gijón también lo ha hecho y además por partida doble: por la belleza que trasluce su escritura, primero, y, después, por el conocimiento que de la trayectoria del escritor dentro de la literatura española del momento he obtenido.
Tras haber leído la novela que fue Premio Nadal en 1975 y ese diario íntimo lleno de sinceridad y sentimiento acerca de la terrible enfermedad que se llevó a su hijo Pincho con tan sólo seis años, titulado Mortal y Rosa escrito un año antes, yo quería leer más cosas que el escritor vallisoletano nacido en Madrid en 1932 hubiera escrito por esos mismos años. Fue así como tras buscar infructuosamente El hijo de Greta Garbo (1982), otro libro de memorias en el que homenajea a su madre, llegué a La noche que llegué al café Gijón. Fue un encuentro casual como tantas veces le sucede a cualquier lector. Paseando hace unos días en Madrid por la zona de Cuatro Caminos topé con la librería 'Ábaco', una librería de compra-venta de libros usados. Pensé que quizás allí estaría ese libro sobre la madre de Umbral que era incapaz de encontrar; entré, pregunté, el amable señor que la lleva realizó varias pesquisas a través de su ordenador para concluir que no, que El hijo de Greta Garbo no aparecía por lado alguno. De pronto cuando ya me iba a marchar, parece que el buen hombre recordó algo, salió de detrás del mostrador donde se hallaba y se dirigió raudo a una pila de libros que al lado de otras nacía en el suelo del local junto a las pobladísimas estanterías, rebuscó allí y con un libro de Paco Umbral en sus manos vino hacia mí. No era el que yo buscaba, pero su título, La noche que llegué al Café Gijón, hizo que decidiese adquirirlo.
Conocía yo sobradamente el título de Umbral que por muy pocos euros adquirí en la
librería Ábaco. Durante años, a lo largo de mi vida profesoral, había leído a mis alumnos infinidad de veces fragmentos de esta obra, textos que muchas veces servían de ejemplo de prosa literaria en los manuales de Lengua Española que usábamos en clase. Los textos allí seleccionados siempre me habían gustado, pero nunca hasta ahora había decidido leer de cabo a rabo la obra de la que estaban tomados. Pues bien, es lo que acabo de hacer y salgo de la experiencia henchido de placer y de conocimientos literarios. Es Umbral toda una enciclopedia si se quiere conocer lo que en literatura, y en Madrid, fue el siglo XX. Durante los años 50 y 60 del pasado siglo todo estaba en la capital, todo se cocía en la villa y corte, sin rey por entonces.
El Café Gijón le sirve al escritor de escenario donde ver y hablar de los distintos tipos que en España existían durante los años 50 y 60 del siglo pasado. Y no sólo de los tipos literarios, aunque sí sobre todo de estos. Por la palestra que es el Gijón desfilan de la pluma de
Paco Umbral poetas, novelistas, periodistas, republicanos enmudecidos, falangistas ensoberbecidos, modelos, pintores, actores, actrices, estudiantes, progres, extranjeras, cineastas, opositores, meretrices... Todo el mundo de la literatura y sus aledaños cultos o simplemente sociales se asoman siquiera un momento al muestrario que fue el mítico café durante esas dos décadas.
Habla Umbral en La noche que llegué al café Gijón de literatura española comparándola a veces con la de otras naciones, en especial con la de la Francia finisecular (Baudelaire, Proust...); expresa sus afinidades y antipatías por unos y otros autores; va marcando las características de su propio estilo; cuenta sus escarceos en el mundo del periodismo, lo que le costó conseguir una cierta regularidad salarial...; y también habla de los enormes deseos que por entonces tenía de convertirse en escritor de verdad, o sea, hacer un libro salido de sus propias manos, con un estilo que fuera propio y distinto a lo que por entonces se hacía en España... El libro del que habla es el que en 1965 vería la luz sobre la figura de Mariano José de Larra (Larra, anatomía de un dandy).
Todo en este libro me ha gustado, pero si algo tuviera que destacar por encima de cualquier otra cosa me detendría en la propia introspección que Francisco Umbral realiza sobre su propia manera de escribir y la concepción que tiene de la literatura. Desde el principio sabe que lo que está haciendo se sale de los estrechos cauces de los géneros literarios y periodísticos establecidos («Yo estaba haciendo el reporterismo rápido que había soñado, metiéndole a todo siquiera un par de líneas de literatura.»). Y va aprendiendo que ver en persona en el Café «a aquellos animales sagrados, como los poetas del Gijón» no sustituía el disfrute de la lectura de sus obras:
«A veces, a días, a ratos, cuando tenía como una sensación dispersa y excesiva de estarme perdiendo en todo aquel gacetilleo tan madriles, me quedaba en el cuarto de la pensión, envuelto en mantas o desnudo sobre la colcha leyendo a Valle Inclán, a Kierkegaard, a Sartre, a Gómez de la Serna, a Huxley, leyendo los cuatro libros de la colección Austral que transportaba conmigo de casa en casa, o los libros que iba robando por las librerías, las bibliotecas y los despachos. O aquellos delgados libros de poemas que me daban los poetas de la tertulia, y que eran los que más me gustaban, porque el poeta lírico, inédito y nonato, aún subsistía en mí»
Efectivamente en Paco Umbral siempre existió un poeta emboscado. La novela que se estaba haciendo durante esos años, la novela social-realista, le parece zafia, nada literaria, y otro tanto dice del verso que o era de tono imperial y laudatorio como el que hacía el grupo falangista de la revista Escorial o se había quedado varado en Antonio Machado que a él le parecía un buen poeta de finales del XIX pero no para esos años 50-60 en los que se centran estas memorias. Cuando él llegó por vez primera al Gijón lo hizo de la mano del poeta José Hierro, que es junto a otra serie de nombres, algunos como Manuel Álvarez Ortega o Ramón de Garciasol hoy casi olvidados, los que formaban lo que él denomina la tertulia de los poetas:
«Gerardo Diego, Ramón de Garciasol (que se llama Miguel Alonso Calvo y quizá eligió el seudónimo por razones más políticas que estéticas), Jesús Juan Garcés, Jesús Acacio, Manrique, Juan Pérez Creus, Luis López Anglada, Álvarez Ortega, Eladio Cabañero, Francisco García Pavón, Leopoldo de Luis y, a veces, Ignacio Aldecoa o Buero Vallejo. Casi todos poetas, como se ve, con pasajeras incrustaciones de prosistas o dramaturgos.»
Del resto de grupos tertulianos que el escritor frecuentaba el de los pintores se contaba entre sus favoritos. Las razones la expone de esta manera:
«El grupo de los pintores, el mundo de los pintores era una galaxia cálida y espesa, una cosa cobijadora y olorosa, un interior lleno de colores, tierras y palabras cargadas de realidad, como objetos. Mejor que las palabras-palabras de los poetas. Yo me encontraba bien, protegido de no sé qué ni por qué, entre la hueste lenta, sobria y constante de los pintores, siempre vestidos de lana, pana, botas, siempre de uñas negras y aguarrás, siempre con lo mejor del cuadro impreso en las yemas de los dedos»
Es mucho lo que se aprende de literatura, en especial, de la literatura en España pasada por el filtro de Umbral, leyendo La noche que llegué al café Gijón. Muchas frases he subrayado durante la lectura. He aquí algunas de ellas:
- «Ha habido sólo unos cuantos genios -Kafka, César Vallejo, Baudelaire- de condición hospiciana que se nos han aparecido siempre desnudos, desvalidos en brazos de la literatura como sus víctimas o sus hijos más ciertos» (a propósito de Eusebio García Luengo, escritor que rehuía premios y reconocimientos)
- «Qué diferencia entre el fin de siglo madrileño que nos presenta Baroja y el fin de siglo parisino que nos presenta Proust. El clima de Las noches del Buen Retiro es casi proustiano. Qué más da una marquesa madrileña que una marquesa parisina. La diferencia está en el escritor, claro.
Baroja es una portera. Cuenta muchos chismes y los cuenta como una portera. Lo amontona todo de cualquier manera y lo deja ahí en bruto.» - «Azorín también deja los libros sin hacer, pero no por desidia como Baroja, sino quizá por impotencia» (Azorín y Baroja eran dos ídolos en esos años, pero no para él)
- «En mi interior galería juvenil lucían unos cuantos nombres como hogueras cordiales, indelebles y arbitrarias: Heráclito, Quevedo, Proust, Juan Ramón, Baudelaire, Neruda, Gómez de la Serna y pocos más. Quizá Henry Miller, recién descubierto. Quizá Valle Inclán y Larra, también muy trabajados por entonces. Con esta docena escasa de prosistas y poetas puedo decir que se ha molturado casi todo lo que he escrito.» (éste es el personal hit parade literario de Umbral).
De la última cita bien puede extraerse el porqué del lirismo en que el autor envuelve su prosa. Los escritores que idolatra o son poetas o manejan la prosa con una concisión, soltura, significación plena y brevedad poéticas. Eso es lo que él hace y en mi opinión logra con suficiencia. Pero esto no quiere decir que Francisco Umbral imite a nadie, pues él desde el primer momento quiso labrarse un estilo propio. Cuando habla del proyecto que tiene de hacer un libro sobre Larra dice que después de haber leído cuanto había escrito sobre el articulista madrileño era momento de olvidarlo todo y ponerse a escribir («Ya sabía todo o casi todo lo que se podía saber de Larra. Ahora tenía que empezar a olvidarlo, antes de ponerme a escribir»).
Otra cosa no podrá decirse de Umbral, pero que su estilo es propio y característico es una verdad irrefutable. Y al decir estilo me refiero tanto a los asuntos cuanto a la manera de presentarlos. Sobre temas contenidos en este libro, el de la literatura ya lo he señalado suficientemente; otro muy importante en su obra, que también aquí aparece con vigor es el de la mujer, o mejor dicho, las mujeres. Francisco Umbral murió en 2007 y su exuberante personalidad creo que hoy no sería muy aceptada. Sus opiniones sobre las mujeres hay que entenderlas desde dentro del momento de su escritura (estamos en 1977 o por ahí cuando escribe esta obra y diez años antes es el momento en que transcurre la narración) y no sacarlas de su contexto y dejarlas expuestas a la fría intemperie de nuestro hoy. De todas ellas yo destaco sobre el innegable machismo contenido en algunas el preciosismo y lirismo de la escritura de otras; creo que en líneas generales prima lo segundo sobre lo primero:
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«la inercia varonil de siglos nos ha enseñado que a la mujer había que engañarla un poco o un mucho, que la mujer es siempre un poco niña y desea ser engañada. Cuando una mujer rompe ese juego, puede sentirse muy libre, segura y emancipada, pero no es fácil que llegue a ser feliz.»
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«La mujer, tanto española como holandesa, noruega o norteamericana (y en esto se ha cometido grave injusticia con la española, juzgándola por lo que es común a todas y se le atribuye a ella sola), la mujer, digo, necesita tiempo, sólo quiere tiempo.»
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«Las chicas del Ateneo no eran exactamente las chicas del Café Gijón. En realidad no tenían nada que ver las chicas del Ateneo con las chicas del Café Gijón. Las chicas del Gijón eran como más ocasionales, variadas, aventureras, practicables y glamurosas. Las chicas del Gijón querían hacer versos, teatro, pintura, striptease o películas, usaban el perfume difícil y turbador de las grandes estrellas -por lo menos el perfume-, y se pasaban la noche con la gallofa del café, cenando en tabernas cercanas, como Casa Pepe, la Estrecha o el Comunista, o bien en tabernas lejanas, como Casa Maxi. Las chicas del Ateneo no olían a nada. Todo lo más olían a cultura, a pensión, a libros y a las horribles frituras del bar.»
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«Grullas líricas, flamencos hembras, finas de piernas, quebradizas de tobillo, misteriosas de ojos, musicales de cuello, movían con una gracia profesional sus caros ropajes y se tomaban un cortadito o un pipermint con mucho enredo de meñique y un prodigioso estirar del cuello, que creaba en torno lagos como espejos para aquel cisne entrevisto.» ( a propósito de las modelos)
Del genérico 'mujeres' desciende en ocasiones y particulariza en mujeres concretas: Holanda («Holanda tenía enfermedades muy americanas, como la mononucleosis, y se había hecho operar del apéndice y del bazo, del tabique nasal y de las amígdalas»), María Jesús («María Jesús tenía los rasgos menudos y perfectos, un poco efébicos, los ojos negros y muy agudos, la boca grande, infantil y burlona. María Jesús llevaba una melena corta y fuerte, y fumaba con manos de chico. Eran todas ellas de Filosofía y Letras.»), Sandra («Sandra venía de una historia confusa. Unos la decían hija de Negrín y otros madre de un niño rubio y bello, niño que efectivamente tuvo casi en el café, y junto al que yo la vi en habitaciones modestas del paseo de las Delicias»), Elena Soriano... y muchas otras más.
Efectivamente en Umbral la mujer, las mujeres, ocupan lugar preeminente. También lo hacían dentro del Café Gijón, de manera que sin ellas el establecimiento no era lo mismo:
«Cuando se iban las modelos, las actrices o las extranjeras, cuando se iban las mujeres, el café volvía a tomar un siniestro color de hombres solos.»
Acabo ya con una breve referencia a una anécdota que siguió a la salida del libro. Parece que a
Paco Umbral le persiguieran las mismas. En la reseña que hice de
Las ninfas ya comenté la fijación que en el público general ha quedado del famoso
"es que yo he venido a hablar de mi libro y veo, Mercedes, que aquí no se habla de mi libro". La ocurrida con
La noche que llegué al Café Gijón se refiere a la corrección sintáctica que
Fernando Lázaro Carreter, por entonces Catedrático de Lengua Española de la Universidad Autónoma de Madrid, le hiciera. El sillón R de la Real Academia Española, cuando en 1977 el libro llegó a las librerías, apostilló que el título debiera de haber sido
'La noche en que llegué al Café Gijón' y no el que el autor había puesto. Creo que
Umbral no respondió al lingüista, prefirió el silencio, convencido seguramente de la pertinencia del aviso. Recordar este hecho me ha hecho sonreír cuando leí lo furibundo que
Francisco Umbral se pone con
Azorín y con
Baroja a propósito de la para él mala sintaxis de ambos:
- «En Las confesiones de un pequeño filósofo Azorín dice "pero, sin embargo". Y eso que su fuerte parecía ser la gramática»
- «una señorita le dice a su cortejador en la novela (Las noches del Buen Retiro): "saldrían ustedes ganando dejando dirigirse por nosotras". Esos dos gerundios seguidos y toda la estructura de la frase son como anteriores creaciones del castellano, Baroja no había accedido aún a la sintaxis, cuando se murió.»
Se confirma el dicho español de '
consejos vendo, que para mí no tengo'. Bueno, nada nuevo bajo el sol al respecto. A todos nos ha sucedido y en más de una ocasión. Pese a esta levísima pega que Lázaro Carreter puso a la sintaxis del título, el catedrático y académico alabó el contenido y la expresión profundamente lírica de la obra. Frente a la otra anécdota, la del programa de Mercedes Milá, parece que ésta no menoscabó para nada la enorme figura del escritor. De todas maneras ya el propio Paco Umbral en
La noche que llegué al Café Gijón recordando los panegíricos dedicados a Gómez de la Serna en su fallecimiento escribe anticipándose en cierto modo a lo que le sucedería bastantes años más tarde a él mismo:
«Comprendí lo que ya sabía: que en este país te colocan tres adjetivos y dos frases y ya nadie varía eso en cincuenta o cien años de vida literaria.»
Para finalizar
Todo lo comentado hasta aquí y mucho más que dejo en el tintero llena las páginas de esta magnífica obra literaria, unas memorias próximas y tempranas escritas por el escritor en 1976, el año en que una incipiente democracia comenzaba a nacer en España. El tiempo de escritura se vislumbra en las alusiones que se hace a las votaciones que se celebrarían o quizá ya se habían celebrado por la reforma constitucional que se estaba cociendo mientras el autor escribía el libro.
El Francisco Umbral ensayista, el hombre reflexivo, también aparece en la obra. Concretamente los juicios que emite sobre la vejez son duros y espeluznantes por la absoluta verdad que encierran. E igual sucede cuando leemos desde su hoy las cavilaciones que realiza sobre su propio quehacer literario.
- «esta corta vida se remata con quince o veinte años de ser uno el fantasma sarmentoso de sí mismo. [...] El hombre se va volviendo del revés a lo largo de su vida. [...] El hombre no se transforma con el tiempo, sino que permanece uno mismo por dentro, y el chico luciente de los diecisiete años se siente de pronto paralizado, torpe y roto en un cuerpo de viejo.» (estamos ante un Quevedo redivivo)
- «En José García Nieto admiraba yo la perfección incorregible de los versos, la pulcritud que vagaba por toda su vida y toda su obra, la facilidad para escribir -que es cosa que yo, teniéndola, siempre he admirado mucho- y la fe con que llevaba su bigote. [...] Por algo había ido yo a caer en una tertulia de poetas. La novela me parecía y me sigue pareciendo un compromiso burgués. Del truco de la intriga se ha pasado al truco de la técnica. Como ya no hay historias maravillosas que contar, se sorprende al lector mediante las maravillas de la técnica [...] Yo más que hacer hacer novelas, quería deshacerlas, experimentar. De momento escribía aquellos cuentos sin principio ni fin, muchas veces, muy dialogados o macizos de prosa, donde el poeta que me daba vergüenza ser se disfrazaba de narrador.»