Desde que en diciembre del año pasado viera la adaptación teatral de la novela Nada de Carmen Laforet en el Teatro María Guerrero de Madrid llevaba semanas -ya más bien meses- pensando escribir algo en este blog sobre las líneas que marcan frontera entre géneros y la conveniencia, acierto o lo que sea que supone no traspasarlas. No es la primera vez que asisto a representaciones teatrales de historias nacidas como relatos. Recuerdo con inmenso agrado algunas de ellas ya lejanas en el tiempo: "Tirano Banderas" de Valle Inclán o "El baile" de Irene Nemirovski, podrían servir de ejemplo. Pero las dos que he visto últimamente, una la ya citada de Nada, y la otra, la teatralización de El cuarto de atrás de la salmantina Carmen Martín Gaite, en mi opinión no logran superar del todo el listón del encantamiento exigible a cualquier pieza teatral.
Unas palabras sobre la adaptación teatral de Nada de Carmen Laforet
«Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.»
La adaptación de
Nada, la novela firmada por una jovencísima
Carmen Laforet, ganadora en 1944 con ella del Premio Nadal en su primera convocatoria, me pareció que padecía de un exceso de voz en off para la figura del narrador. El mismo intervenía con inusitada frecuencia en la pieza siendo en ocasiones sus parlamentos de una extensión excesiva. Se convertía así la obra dramática más en una novela leída que en una obra representada. A este, en mi opinión, defecto, habría que añadir la exagerada duración de la representación -nada menos que tres horas con descanso- y la tardía hora de inicio de la sesión, las 20:30 horas de la tarde. Estos tres malos mimbres provocaron en mí que la excelencia de la magnífica puesta en escena de la directora teatral
Beatriz Jaén se diluyese y no lograse que yo saliese satisfecho de la función. De los tres defectos señalados el que, en mi opinión, hace más flaco favor a la obra es el de su excesiva duración, lo que revela una adaptación escasa, una insuficiente reducción a lo esencial, un no saber sustituir debidamente los rasgos propios de la narración por otros más característicos de la dramatización. Esta adaptación, en mi opinión poco lograda, corre a cargo de
Joan Yago.

Tras mi asistencia al teatro, no volví a leer la novela. Tenía bastante presente en mi memoria la historia de Andrea, la chica huérfana que al acabar la guerra civil va a estudiar a Barcelona alojándose en casa de su abuela. Andrea recuerda la Barcelona anterior a la guerra y ahora comprueba lo mucho que ha cambiado la vida en la calle Aribau donde está la casa de l'àvia (abuela en catalán). El ambiente, la atmósfera que se vive tanto en la casa como en la calle es bien diferente al que ella recordaba. Los personajes (sus tíos Román y Juan, su tía Angustias, Gloria, la abuela y Antonia -la criada-) viven en permanente tensión; hay una violencia subyacente y una oscuridad terrible en todos ellos. La joven de dieciocho años que es Andrea quiere vivir la vida con intensidad; ella tiene sueños, es rebelde, no quiere verse doblegada por la angustia existencial en que vive sumido todo el país. Sólo sus amigos de la universidad, en especial su amiga Ena, la ayudarán a sobrevivir. Con Ena tiene una relación de amistad especial que no es amor, pero sí más que mera amigabilidad; ambas son mujeres diferentes, se les decía "raras" por entonces, son precursoras de lo que hoy se entiende por sororidad.
Sobre la adaptación teatral de El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite
Ya en 2025, concretamente un día del mes pasado, asistí en el teatro de La Abadía a la adaptación teatral de la novela El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite. La novela la publicó la autora salmantina en 1978 y según confiesa en la misma comenzó a escribirla el mismo día en que Francisco Franco murió. El Teatro de La Abadía ha recordado a la escritora perteneciente a la generación narrativa de 1955 con motivo de cumplirse este mismo año cien de su nacimiento y 25 de su fallecimiento. Lo ha hecho con dos representaciones, las dos adaptaciones de sendas novelas suyas: "Caperucita en Manhattan", novela de 1990, y El cuarto de atrás.
Resultó que cuando quise adquirir entradas para la primera ya no había localidades. Busqué para la segunda y de casualidad encontré dos butacas esquinadas en la última fila de la sala. Seguramente que ese día se jugase un competido partido de champions entre los dos principales equipos madrileños propició la existencia de esas dos entradas libres. Sea como fuere el caso es que yo, salmantino como la propia
Martín Gaite, pude así rendir debido tributo a esta magnífica novelista. No había leído de manera completa esta novela antes de ver la representación, algo que si he hecho finalizada la misma. Pero antes de hablar de mis impresiones sobre esta lectura quiero exponer mi opinión sobre la puesta en escena de la misma.
La adaptación me pareció mucho mejor que la de la novela de Carmen Laforet a la que me he referido al comienzo de esta entrada. Aquí estamos ante una historia mezcla de realidad, onirismo, ensoñación y fantasía infantil que María Folguera, adaptadora de la obra, ha sabido llevar a las tablas con acierto. No hay en este caso exceso de narración en off que tanto perjudicaba a Nada, aquí vemos a una mujer adulta -la propia escritora- que en estado de vigilia por su dificultad para conciliar el sueño recibe la visita de un entrevistador que ella, en esa circunstancia, a medio camino entre la realidad y la ensoñación, viene a relacionar con aquel otro ser de alas negras que en su niñez la 'visitaba' cuando no podía quedarse dormida. La adaptación teatral se sostiene gracias a la magistral actuación de Emma Suárez que casi en un auténtico monólogo lleva al espectador del hoy al ayer, de lo real a lo imaginado, de un lugar físico a otro, de la ciudad de Salamanca a la de Madrid..., en una mezcla de espacios y tiempos que si en el texto escrito ya conlleva una cierta dificultad de intelección en el teatral es aún mayor. Pero la dificultad es superada con sobresaliente junto a la magnífica actuación de Emma Suárez, auténtica sostenedora y salvadora de la representación, por la de sus partenaires Alberto Iglesias y Nora Hernández.
Si bien en términos generales salí satisfecho de la representación hubo dos elementos de la puesta en escena de la que son responsables Rakel Camacho como directora y María Folguera como adaptadora del texto que me sorprendieron y menoscabaron mi satisfacción. Fueron éstas el cubo en el que confinaron la historia y que giraban para un lado u otro según que deseaban llevarnos a un momento u otro, a un espacio u otro; y la bañera que ocupaba el centro de la escena en lo que simulaba ser el dormitorio o cuarto de estar de la novelista insomne. ¿Por qué se metía en esa bañera la mujer adulta a veces sola y otras en compañía de la chica que aparece por la casa en un momento de la representación? Sólo le encuentro una posible explicación: querer transmitir al espectador el extrañamiento, el onirismo, en que está inmersa la mujer que no puede dormir como desearía; un momento en el que acuden a su cabeza una multiplicidad de ideas, de recuerdos, cruces entre el hoy y el ayer. La ilógica presencia de la bañera allí donde debiera haber una cama o un sofá quizás pretenda abocarnos a la irracionalidad con que se suceden las imágenes o se ordenan los pensamientos en esos momentos de vigilia y ensoñación que preceden a la pérdida total de la conciencia al quedarnos dormidos.
Comentario sobre la novela El cuarto de atrás
El caso fue que nada más salir del teatro me hice el firme propósito de leer la novela lo más pronto posible y comprobar si la bañera de marras también aparecía en El cuarto de atrás. Fue así como leí completa esta novela de Carmen Martín Gaite, la quinta en el orden de su producción.
«Mi casa de Salamanca tenía dos pasillos paralelos, el de delante y el de atrás, que se comunicaban por otro pequeñito y oscuro, en ése no había cuartos, lo llamábamos el trazo de la hache. Las habitaciones del primer pasillo daban a la Plaza de los Bandos, las del otro, a un patio abierto donde estaban los lavaderos de la casa y eran la cocina, la carbonera, el cuarto de las criadas, el baño y el cuarto de atrás. Era muy grande y en él reinaban el desorden y la libertad, se permitía cantar a voz en cuello, cambiar de sitio los muebles, saltar encima de un sofá desvencijado y con los muelles rotos al que llamábamos el pobre sofá, tumbarse en la alfombra, mancharla de tinta, era un reino donde nada estaba prohibido.»
La novela me ha encantado. Hacía ya tiempo que no leía alguna obra de esta escritora, salmantina como yo mismo. Me ha gustado por muchas cosas, no siendo la menor la multiplicidad de referencias a Salamanca, tanto a su paisaje urbano, costumbres y paisanaje. La familia de la escritora me ha sido fácilmente identificable, no porque la conociese de primera mano, sino porque su tipología y manera de proceder era característica de otras muchas otras de su nivel. El padre era notario y la madre
«hubiera querido estudiar una carrera, como sus dos hermanos varones, pero entonces no era costumbre, ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirlo». Su apellido materno procedía de Galicia, de ahí el apelativo
Carmiña con que la novelista era denominada en su casa. La afición a la lectura que desde muy temprana edad tuvo Carmiña se la inoculó su madre a quien
«le encantaba, desde pequeña, leer y jugar a juegos de chicos». Fue ella quien le aconsejaba lecturas, gracias a las cuales la
Martín Gaite fue haciéndose con un criterio literario propio. De las lecturas que por entonces, con poco más de dieciocho años, hacía dice:
«me gustaba todo el proceso del enamoramiento, los obstáculos, las lágrimas y los malentendidos, los besos a la luz de la luna, pero a partir de la boda, parecía que ya no había nada más que contar. [...]
Un día una señora había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: "Mujer que sabe latín no puede tener buen fin" [...]
Por aquel tiempo, ya tenía yo el criterio suficiente para entender que el "mal fin" contra el que ponía en guardia aquel refrán aludía a la negra amenaza de quedarse soltera.»
En la novela, como también se ve en la adaptación teatral, el tiempo avanza y retrocede de manera caprichosa al descubrir un papel, un objeto, una caja de metal, verse en el espejo y verse en su imaginación de niña, pensar en la casa donde vive de adulta en Madrid y evocar la libertad de la que disfrutaba en Salamanca incluso durante los años terribles de la Guerra Civil que su familia pasó allí. Fue durante estos años cuando la niña Carmiña de unos doce o trece años quería parecerse a otra niña de igual nombre y edad que ella, Carmencita Franco (Carmen Franco Polo nació en 1926 y la novelista en 1925), a la que vio en su ciudad una o dos veces. Estaba junto a su padre, Franco, quien había instalado el Gobierno de la España sublevada en el Palacio del Obispo de la ciudad.
«—¿Envidiaba usted a Carmencita Franco? —pregunta, inopinadamente, mi entrevistador.
Por primera vez desde que ha entrado, se me ocurre pensar que es un entrevistador y le miro con una especie de asombro mezclado de simpatía. [...]
—Pues sí, la envidiaba un poco por el pelo —digo— como a Diana Durbin. Para la moda de entonces, lo ideal era el pelo ondulado y yo lo tenía muy liso.»
Esta referencia al tiempo real de su infancia y adolescencia le sirve a la escritora para darse un baño de costumbrismo en el relato. Hay muchas referencias a las costumbres de la época, a los oficios que se practicaban, al proceder durante la Guerra, a la manera de obrar de ciertas clases provincianas adineradas como la suya.
- «—¿Se acuerda usted de los bombardeos de la guerra? —Miro al hombre de negro sin comprender, al principio, a qué guerra se refiere, si a la de Sucesión o a la del año treinta y seis.
—¿De los bombardeos? Sí, sí que me acuerdo. Un día cayó una bomba en una churrería de la calle Pérez Pujol, cerca de casa, mató a toda la familia del churrero; la niña era muy simpática, jugaba con nosotros en la plazuela, al padre no le gustaba ir al refugio, decía que prefería morirse en casa, que lo que está de Dios, está de Dios.» (sobre la Guerra Civil en Salamanca)
- «Las "costureras de toda la vida", vivían en pisos bajos y modestos, sin rótulo en la puerta, y solían tener en la alcoba oscura donde nos tomaban las medidas y nos probaban, una cama con almohadones de muchos colores entre los que yacía una muñeca de China con peluca empolvada y zapatitos de raso. Cuando venían a coser a las casas, traían dulces o caramelos para los niños, les contaban historias y les regalaban carretes vacíos y recortes de la labor [...]
«Las modistas propiamente dichas, es decir, las que habían tenido la suerte de afianzarse en su nombre de tales, no venían nunca a las casas, y eran apreciadas a tenor del lujo con que se hubieran montado y de la lentitud con que llevaran a cabo los trabajos. A mí siempre me extrañó el hecho de que su prestigio estuviera en razón inversa con la prontitud en terminarlos y nunca en razón directa. «Es buenísima, pero tarda mucho, hasta después de Navidad no te lo tiene», se solía decir, como una recomendación infalible.»
(costureras y modistas)
- «"Eso, cuando vayamos a Madrid; mejor en Madrid" Todo se dejaba para comprarlo, verlo o consultarlo en el próximo viaje, que ya faltaba poco, vivíamos de aquella experiencia fraudulenta. A Madrid se venía, en primer lugar, de modistas [...] Otro de los objetivos fundamentales del viaje a Madrid era asistir a los estrenos de cine o de teatro que no hubieran llegado a provincias.» (de la diferencia existente entre las provincias y la capital)
Curiosamente, en una novela de tono autobiográfico, en la que la autora rememora episodios vitales de su infancia. adolescencia y juventud primera, no hay referencia alguna a sus relaciones amorosas y matrimoniales con compañeros de generación literaria (la de 1950, para unos, o 1955, en el sentir de otros). Concretamente al llegar a Madrid la escritora contactó, a través de Ignacio Aldecoa, a quien había conocido estudiando Filología Románica en la Universidad de Salamanca, con los integrantes de la generación literaria de 1950. Con uno de estos jóvenes,
Rafael Sánchez Ferlosio, se casó en 1953. Fruto de esta unión que duró hasta el año 1970, fueron dos hijos: Miguel que falleció de meningitis con sólo siete meses de edad, y Marta con la que viviría en Madrid hasta la muerte de ésta en 1985 con 29 años víctima del sida. Nada de esto se dice en la novela. Tan sólo, muy tangencialmente, aparece la figura de su hija
Marta volviendo de noche a casa y encontrando dormida a su madre con papeles y el libro de Todorov esparcidos por el suelo
El hombre de sombrero y alas negras de las vigilias de su infancia se transforma, cuando de la Carmiña infantil se pasa sin solución de continuidad a la insomne Carmen adulta, en un entrevistador. Gracias a este artificio en la novela podemos asistir a un discontinuo repaso biográfico de su producción literaria. Así se habla de sus inicios en la literatura fantástica, de la atracción que sobre ella ejerce lo fantástico, lo mágico, la sensación de extrañeza. Lo comenta el hombre del sombrero negro cuando alaba en su primera novela, "El balneario", la parte fantástica, pero le echa en cara la racionalidad en la que recae tras sus incursiones en lo extraño. En cierto modo es lo que está haciendo en El cuarto de atrás, viajar de la extrañeza a la racionalidad, de la imaginación onírica a la realidad. De lo fantástico e imposible a lo verosímil
«Hay un punto en que la literatura de misterio franquea el umbral de lo maravilloso, y a partir de ahí, todo es posible y verosímil; vamos por el aire como en una ficción de Lewis Carroll, planeando sobre los tejados de una ciudad, es de noche y ella se agarra fuerte de mi mano y se ríe con el pelo alborotado, porque hace mucho aire»
Y es que hay mucha, muchísima, literatura en esta novela. Se inicia con ese libro de Todorov que la novelista está leyendo en la cama y con el que se queda dormida e ingresa en ese territorio donde todo, como decía Quevedo, se mezcla, se confunde y se bazuca.
«Introducción a la literatura fantástica de Todorov, vaya, a buenas horas, lo estuve buscando antes no sé cuánto rato, habla de los desdoblamientos de personalidad, de la ruptura de límites entre tiempo y espacio, de la ambigüedad y la incertidumbre; es de esos libros que te espabilan y te disparan a tomar notas, cuando lo acabé, escribí en un cuaderno: "Palabra que voy a escribir una novela fantástica"»
Y esa novela fantástica que piensa escribir, que está escribiendo, que ha escrito y descubrimos al final de la novela, no es otra que la que tenemos en nuestras manos. Esta manera de proceder literariamente es muy propio del momento en que Carmen Martín Gaite está escribiendo esta narración, en pleno posmodernismo literario.
Muchísimas reflexiones metaliterarias cruzan el relato. Son reflexiones muy interesantes y muy reveladoras del propio quehacer escritural de la novelista. Ya sólo por ellas merece mucho la pena leer este libro. pero es que además está escrito de manera muy hermosa, con cierto toque poético que le sirve de pasarela del mundo real de la edad adulta al mágico de la niñez. Esta poeticidad creo que la han logrado transmitir a las tablas la directora y la adaptadora teatrales. Pero, ¿era preciso para lograrlo colocar una bañera en el centro de la escena? Yo pienso que no.