Dado que el 1 de noviembre es la Fiesta de Todos los Santos y dado que hace nada anduve por México recupero en esta entrada un relato que hace ya cuatro años (¡Madre mía, diría el poeta, "Cómo se pasa la vida / cómo se viene la Muerte / tan callando"!) publiqué en la hoy ya desaparecida revista mexicana "EmBLOGrium". Espero que os guste.
Xibalbá
-El relato de Juan Carlos-
Ese 31 de octubre la jornada
le estaba resultando agotadora. Juan Carlos jamás pensó que ese trabajo de
guarda forestal que con tantas ganas había tomado podría llegar a resultarle tan
tedioso. Cuando Alberto le habló de aquel Parque Natural, JC pensó que trabajar
en él en contacto con la Naturaleza sería maravilloso, la ocasión que llevaba
buscando desde hacía ya no sabía cuánto de escapar del aburrido trabajo de oficina al que estaba atado desde que acabó
sus estudios de Ciencias Ambientales. Pero ¡já!, ahora resultaba que vigilar la
extensión de ese frondosísimo bosque -¡selva
más bien!- de caobas, cekas y chacás por el que discurría, plácido, el río Balankanche se
había convertido en una rutinaria sucesión de reuniones agotadoras en torno a
una mesa. Ahora parecía que a Enrique Xavier, el jefe del que JC dependía, le
interesaban más los largos listados en Excel de Flora y Fauna de la zona
próxima a Chichen Itza que cualquier otra cosa.
A punto de dar las dos de la
tarde, nada más finalizado el almuerzo y cuando Juan Carlos se disponía a
regresar a la torreta desde la que con la ayuda de prismáticos contabilizaba el
paso de jaguares, pumas y temazates camino de los ojos de agua donde abrevar,
Héctor, el vigilante de la entrada al recinto, le entregó un sobre cerrado que
una extraña mujer había dejado en la recepción del Centro de Recursos, Investigaciones
y Sostenibilidad de la Flora y Fauna de la Península de Yucatán (CRISFAPY):
- –Juan Carlos –dijo Héctor agarrándole por el
brazo cuando ya salía del comedor- han dejado para ti este sobre.
- –¿Para mí? Gracias, Héctor –le respondió.
Con cierta expectación JC
rasgó el sobre del que extrajo una octavilla en la que con letra cuidada y de
extraño aspecto gótico se podía leer:
"Estimado
Juan Carlos: Has sido invitado a celebrar el día de los muertos en la gran
Xibalbá. El mapa que te es adjuntado te indicará cómo llegar. Pero te advierto:
debes estar antes de las cero horas del primero de Noviembre y cruzar la puerta
exactamente a la media noche, si no habrá consecuencias. Es una invitación que
no puedes rechazar."
Diez horas faltaban para tan
extraña celebración a la que le convocaba ignoraba quién. No sabía si asistir o
no. Algo, muy íntimo, le avisaba de la peligrosidad de acercarse a celebrar el
Día de los Muertos, pero si no lo hacía la nota decía que habría consecuencias.
Poco a poco la sensación de peligro fue sustituida en el pecho de JC por la de
terror. ¿Cómo acudir, cómo llegar a la gran Xibalbá? ¿Existía entonces este
lugar, Xibalbá, que Juan Carlos en su niñez había oído nombrar a sus mayores y
del que siempre se mofó? No lo sabía a ciencia cierta, lo único que estaba
claro era que había que empezar a actuar y no perder más tiempo.
Era tal el miedo que le
había metido en el cuerpo la enigmática carta que para intentar superarlo en
cuanto salió del trabajo a las cinco de la tarde (“¡ya sólo quedan siete
horas!”) entró en una taberna que había a la entrada del CRISFAPY. Allí el
joven guarda forestal pidió un trago, luego otro, y otro más y otro y otro…
- –¿Quieres llegar a Xibalbá y no sabes cómo?
–le dijo una enigmática mujer enfundada en una capa y oculto su rostro bajo una
capucha que apenas si dejaba entrever un matojo de pelo enmarañado.
- –¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? –contestó Juan
Carlos inmerso en la dormidera que le había producido el licor- ¿De verdad
sabrías indicarme cómo llegar allá a tiempo?
- –Si tú me lo permites, sí.
- –De acuerdo. Pero antes dime: ¿cómo te llamas?
- –
Elvira. Y tú, Juan Carlos, sígueme. Hace
tiempo que estaba esperando poder corresponderte como mereces.
Elvira y JC pararon un taxi
a cuyo conductor pidieron que los llevase hasta la pirámide de Kukulkán. Al
llegar vieron cómo el sol del crepúsculo al incidir sobre las nueve plataformas
que la constituyen formaba una especie de serpiente escamosa que con su cabeza
invertida parecía indicarles una dirección a seguir.
- –
¡Dame la mano! –le gritó Elvira a JC-. ¡Es
preciso que entremos en ella antes de que el sol se ponga!
- –Como tú digas –le respondió.
De modo inexplicable una vez
traspasada la puerta la pareja se vio dentro de un túnel de piedra descendente que
rápidamente empezaron a recorrer. A lo lejos parecía escucharse como un rumor
de agua que corría o saltaba produciendo un sonido cada vez más potente, más
ruidoso, de catarata casi… Hubieron de detenerse pues el fragor acuático era
tal que sus cerebros, al menos el de JC, no eran capaces de procesar la belleza
del mundo en que estaban: Al final del túnel había una gran oquedad en el suelo
donde se perdía la vegetación que, seguramente producto de la humedad, había
crecido a su alrededor y que como si lo necesitara se volcaba hacia el agujero
negro.
Elvira y Juan Carlos se
dieron cuenta de que esa tremenda abertura en el suelo era un cenote del que
nunca él había tenido noticias. Descendieron los 20 metros que les separaban
del agua que discurría por su fondo y allí, junto a las limpísimas aguas
distinguieron la entrada a una gruta, a una caverna. Temerosos iniciaron el
recorrido de la misma que parecía inacabable.
- –No se ve nada –gritó JC a la mujer que yendo
a su lado no le había mostrado aún el rostro-. Creo que lo mejor sería volver y
abandonar
- –Acuérdate de que las consecuencias serán
terribles si no logras estar a medianoche a la entrada de Xibalbá –le contestó
ella.
Aunque estaban inmersos en una
densa oscuridad, los ojos de la pareja reconocieron una sombra también
encapuchada que allá se encontraba.
- –¿Quién anda ahí? –preguntó Elvira, sin
obtener respuesta alguna.
- –
Si no respondes te mato –bramó Juan Carlos
superado el atontamiento que la bebida le había producido.
Cuando JC se lanzaba contra
la sombra con ánimo de quitarla de en medio, ésta pronunció unas enigmáticas
palabras en un antiguo idioma: “Pater, ignosce illis , quia nesciunt quid
faciunt” (“Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”).
- –¿Quién eres? ¿Qué has dicho? ¿Sabes dónde
estamos? ¿Nos podrías decir cómo podemos llegar a Xibalbá? –le preguntaron los
dos casi al unísono.
- –Soy Francisco Ximénez, un fraile español de
Écija –nos respondió- No me podéis ya
hacer daño pues vosotros y yo no estamos, ninguno de los tres, dentro de la
misma dimensión temporal. En cuanto a qué decía cuando me atacaste, sólo le
imploré al Señor su perdón para vosotros por no ser conscientes de lo que ibais
a hacerme.
- –¿Te burlas de nosotros? –le espeté-. ¿Cómo
puedes decir sandeces semejantes?
- –
Muy sencillo, pequeño saltamontes –me
respondió. Y rio con ganas el frailecito-. Yo llegué a estas tierras de Nueva
España hace ya unos cuantos siglos. Por acá hice muchas cosas, aunque la
principal para mí y para la historia fue la de salvar el texto sagrado de la
civilización maya del peligro que corría, al ser oral, de desaparecer. Gracias a
mis esfuerzos las creencias de este pueblo milenario sobrevivieron. Por esto
sólo os puedo decir que no veis nada porque paradójicamente el estruendo del
río que discurre por esta galería es de
tal calibre que no sólo lastima la audición sino que neutraliza al resto
de sentidos humanos y entre ellos a la vista.
La explicación dada por este
ser de aspecto frailuno aunque extraña no sorprendió a Juan Carlos en modo alguno. Desde
que junto a Elvira había llegado al túnel de piedra subterráneo de modo
inexplicable, su cabeza parecía haberse habituado a procesar saberes e
informaciones de manera en nada semejante a lo que para él había sido habitual
hasta entonces. JC pensó que sólo tenía una opción y esta era exprimir al
fraile al máximo.
- –Fray Francisco: ¿Dónde queda Xibalbá?
¿Podrías conducirnos hasta allá? –le inquirió ansioso.
- –¿Por qué no le conduces tú? –contestó fray
Francisco dirigiéndose a Elvira que, silente, me acompañaba.
- –Me está vedado descubrir el arcano –respondió
ella tranquila-. Es él por sus propios medios quién ha de procurar llegar hasta
las puertas de ese más allá. Sólo te diré una cosa, Juan Carlos –dijo
volviéndose hacia él pero bajando la cabeza para que no pudiese contemplar
su rostro-, hay varios cientos de kilómetros hasta allá y el tiempo que te
resta es escaso.
- –Entonces –dije con inseguridad y ya temeroso-
¿por qué me acompañas, por qué estás haciendo el mismo trayecto que yo?
- –Las promesas dadas han de ser cumplidas
–respondió ella-. Por eso sigo tus pasos
Si ya estaba inquieto por
todo lo que le había sucedido tras un pesado y rutinario día de trabajo, las
palabras frías y sin sentimiento de Elvira no le tranquilizaron un ápice.
“¿Varios cientos de kilómetros de aquí?” “¿Pero en qué dirección?” “¿A qué
promesa incumplida debería responder ante esta mujer espectral?” Estas y otras
preguntas se agolpaban en su cabeza. De pronto de manera impulsiva y sin ser casi
consciente de ello espetó a fray Francisco Ximénez:
- –¿Por dónde sigo, padre?
- –Toma la dirección de Cobán –respondió. Y
dicho esto, el eclesiástico igual que apareció desapareció perdiéndose gruta
adentro por donde escapaba el agua ruidosa y cantarina.
Juan Carlos tomó una rápida
decisión. Se lanzaría al agua y se entregaría a su fuerza propulsora. Por muy
rápido que él pudiera caminar nunca podría llegar a Xibalbá en esas pocas horas
y menos sin saber dónde quedaba. Y dicho y hecho. JC se zambulló en las frías
aguas del río estruendoso que nada más entrar en él cambió su estrepitosa
sonoridad por otra más tenue y cantarina. El frío del agua apenas si lo sintió en
su cuerpo pues un tronco desprendido de una de las inmensas raíces de caobas
que llegaban hasta el agua, le sirvió de improvisada barcaza a la que sin
dificultad subió. A su lado, impertérrita y sin mostrar jamás su rostro, Elvira
le acompañaba silenciosa escuchando las canciones que, mágicas, llenaban las
inmensas galerías por donde circulaban estas encantadas aguas.
Mientras viajaban a
velocidad de vértigo subidos en esa chalupa que se diría prodigiosa dado que
viraba a derecha e izquierda sorteando con acierto el bosque de raíces y ramas
espinosas que parecían querer atacarles, Juan Carlos algo más tranquilo,
dirigiéndose a la mujer que desde hacía ya tiempo iba con él le dijo:
- –¿Qué promesa, oh Elvira, incumplí y cuándo lo
hice?
- –Me prometiste amor eterno –respondió ella
seria y distante-. Pero, apenas saciado tu instinto, olvidaste todo lo hermoso
que me habías dicho.
- –¿Y cuándo fue aquello? Por más que lo intento
no logro recordarlo –dijo JC.
- –Te daré unos datos –empezó a decir Elvira-:
Salamanca. Eras un estudiante alegre, despierto, dicharachero que enamorabas a
cuantas por tu lado pasaban. No te llamabas como ahora. Félix era tu nombre. Te
burlaste de mi ingenuidad y mataste, oh cruel, a mi padre cuando fue a exigirte
el cumplimiento de tu promesa.
- –No recuerdo nada. Fueron tantas y tantas.
Pero ¿eso cuándo ocurrió? –preguntó ansioso a la mujer vengativa.
- –Hará casi 200 años –sentenció ella.
Una sensación de mareo, de
caída a los infiernos, de vorágine espiral invadió a Juan Carlos. “Doscientos
años hacía. El se llamaba Félix. Promesa de matrimonio incumplida”. No, no
podía ser. Él se llamaba Juan Carlos y estaba en 2015, no en mil ochocientos y
pico. ¿Qué estaba ocurriendo?
Mientras estos pensamientos invadían
la cabeza de JC, la barcaza había seguido su curso veloz por ríos que a veces
se remansaban en lagunas de color rojizo, como sangre, mientras que en otras
ocasiones adquirían una gran velocidad y el color claro y límpido de sus aguas
incitaban a beber y saciarse con ellas. Al cabo de un tiempo impreciso Juan
Carlos levantó la mirada dada la ausencia de movimiento. La chalupa había
embarrancado en la orilla. Al ver que Elvira le tomaba la delantera y
descendía, él se apresuró también a hacerlo.
- –¿Qué hora es? –preguntó
- –Las once y media. Quedan sólo treinta minutos
para las 12 de la noche –le respondió Elvira.
- –¿Qué hacemos ahora? –sollozaba Juan Carlos
ante la visión de cuatro caminos que se abrían ante ellos: uno rojo, otro
blanco, otro amarillo y otro negro-. Cuatro posibilidades y sólo treinta
minutos de tiempo. ¿Qué camino llevará hasta las puertas de Xibalbá?
- –Escoge el máximo de colores posible –le
recomendó Elvira.
Oído este consejo Juan
Carlos escogió el camino negro al considerar que el negro es resultado de la
suma de todos los colores, si bien dudó en escoger el blanco al ser éste el
origen de todos ellos. Pero como estaban en el mundo subterráneo donde la luz
era inexistente, creyó oportuno optar por el más oscuro. Iniciaron entonces
ambos una carrera desenfrenada por ese camino que parecía no anunciarles nada
bueno. El tiempo corría en su contra. En su trayectoria creyeron cruzarse con
unos campesinos que llevaban grandes capachos llenos de achiote, carne de
chompipe y tamalitos de maíz. Otros portaban instrumentos musicales como arpas,
violines, guitarras, chirimías y marimbas.
- –¿A dónde van ustedes. Por qué llevan tanta
comida e instrumentos de música? –les preguntó JC al paso.
- –Vamos a Xibalbá, a la fiesta de los
muertos –le respondieron-. Estamos
invitados a una boda largamente anunciada.
- –¿Xibalbá? Entonces hemos escogido el camino
correcto –exclamó Juan Carlos alborozado al tiempo que miraba a Elvira quien le
devolvió una espectral y se diría cadavérica mirada que le llenó de espanto.
Sí, en efecto, habían
llegado y cumplido el objetivo planteado en la tarjeta que hacía diez horas
había leído en su puesto de trabajo. No eran aún las 12 de la noche y se habían
plantado sin saber exactamente cómo ante las mismas puertas de Xibalbá de donde
salían sonidos como de cadenas que se arrastraban mezclados con otros de
guitarras, pitos y chirimías. El problema era de nuevo que había que elegir por
cuál de las siete puertas entrar. Pasaron por delante de todas y se detuvieron ante
una en la que ponía: “BODAS”.