Pilar Zapata, profesora de griego y compañera en el IES
“Mirasierra”, es una magnífica escritora en cuya andadura literaria ha tocado
–que yo sepa- el teatro (recientemente, año 2011, obtuvo el 1º Accésit en la
primera edición de los Premios de Teatro Breve Cervantes por su obra La del Alba sería) y la narrativa, bien
en forma de cuento o de novela.
Mª Luz García, profesora de Inglés,- emérita ya -, del “Mirasierra” había halagado mis oídos ponderando a Pilar en extremo tras haber leído su obra La usurpadora (2011, en papel). Mea culpa es la
novela a través de la que he conocido su excelente saber hacer literario. Y es precisamente de este relato del que quiero decir algo.
En esta breve novela asistimos al frenesí mental en que vive
un ser patético y desolado a quien la vida se le ha ido en un tris al haber
prestado oídos y cuerpo a la educación represora que practicaba la burguesía en la España franquista. Ella es Matilde, mujer de al menos 40
años que se ha quedado sola en el viejo caserón familiar donde
vivió una niñez arropada y sobreprotegida por su madre, su tía Concha, la
criadas Teresa y Manoli, y otros personajes femeninos reales como su hermana
Isabel e imaginarios como el peso muerto de Belencita, la hermanita fallecida.
Todo para Matilde es pecado, en especial lo que lleve o pueda rozar con lo
placentero, pues “placer” en la rígida educación nacional-católica recibida en
su casa es sinónimo de ‘pecado’, de ‘malo’…, y –le han dicho hasta la
saciedad- en sus manos está evitar ser tildada de “fresca”, de
“liviana”… Y Matilde lo evitó, tanto que ahora ya entrada en la cuarentena está
sola conviviendo con sus complejos de culpa y rememorando esos atisbos de
felicidad que pudieron ser y no fueron… “¡mea culpa!”.
Matilde es un ser inmaduro que no ha crecido: “Yo miraba hacia atrás, hacia mi infancia y
me parecía que seguía siendo la misma” (p. 12). Y en efecto, en este letargo, unos años se confunden
con otros. Sólo la marcha veraniega al balneario y luego a la playa pone un
punto de variedad en ese continuum…, si bien siempre es el mismo balneario, los
mismos acompañantes… Y en ese mirar hacia atrás los hombres aparecen (así se lo
han enseñado) como meta a lograr y seres de quien defenderse. Ahí está Rafa, el
niño que juntó sus labios a los suyos una tarde de siesta; o Francisco, el
compañero de juegos de la plazoleta donde niños y niñas jugaban, que la besó a
los 12 años y al que no permitió avance alguno cuando uno o dos años después bailó
con él en la fiesta de su colegio; o Tomás y Gabriel, compañeros de trabajo, que huirán al sentirse acosados por el núcleo familiar de Matilde; e incluso Margarita, la
amiga que se echó en clase de mecanografía y que pese a estar casada le pareció
ligera de cascos y la descolocaba verla flirtear con otros chicos que, por lógica, debían de corresponderle a
ella.
Pilar recibiendo en 2011 su distinción en el Premio de Teatro convocado por la Asociación cervantina |
Los hombres, pues, son un universo que ella no entiende.
Pero, ya lo hemos visto con Margarita, tampoco entiende el de las mujeres. Así
el episodio de su hermana Isabel con María la confunde, pero mucho más todavía
cuando Isabel se echa novio y se casa con él, con Julio. La maldad y
animadversión de Manoli hacia ella, cierta o imaginada por la mente de Matilde,
llega al extremo cuando las cancerberas familiares descubren a la fámula un
juguete sexual. Y tampoco entenderá el siniestro pozo de relación marital en
que vive Margarita.
Matilde vive refugiada en un mundo inexistente, el de su
infancia, cuando con obedecer bastaba: “El
corazón se empeña en mirar atrás, cuando vivíamos todos aquí: nosotras y la
abuelita, y Teresa, y Manoli, que cuidaba a Isabel…” (p. 31).
Si la historia impone una estructura donde la sucesión
temporal se rompe en un sinfín de momentos ordenados (más bien desordenados)
caprichosamente según acuden a la memoria del personaje, el lenguaje utilizado
mezcla asimismo desde momentos de elevado lirismo, que apuntan ya desde la
primera línea de la novela: “No es el
calor agobiant3 de agosto, ni la almohada, demasiado alta, ni el grifo que
gotea. Es la madrugada que se acerca hambrienta, a lametones de claridad, con
la enorme boca abierta, dispuesta a tragárselo todo…” (p. 9), hasta los momentos finales: “mi hermana olía a un perfume raro de soledad
sin voz” (p. 161). Y junto a este lenguaje poético, la fuerza del lenguaje
vivo y directo incluso en los momentos de introspección: “- Pero ¿qué pasa, chica?- me riño, como si alguien me hubiera oído”
(p. 32)
Leyendo este relato constantemente
ha venido a mi cabeza el mundo burgués que Mendicutti refleja en relatos como el de “El palomo cojo” haciendo salvedad de la
ubicación: Mendicutti, Andalucía; Pilar Zapata, Madrid. Pero las relaciones
familiares ñoñas y los rasgos de humor que sirven para marcar distancia con las
mismas están presentes en ambos. Y es que Pilar Zapata hace gala de un finísimo
sentido del humor que le sirve para moverse sibilinamente por el mundo
neurótico de Matilde. Así cuando Matilde interrogaba a la tía Concha sobre el
asunto de Belencita y ésta se dormía dice: “[…]
se había empeñado en no despertarse sólo por no contestar a mi pregunta. Era
tan terca que se mantuvo en sus trece, y entró en coma aquella misma noche”
. Algo negro, es cierto, pero tiene chispa.
Y también no he podido por menos al ver a este personaje
“viviendo” en ese mundo fantasmal y doméstico que se ha construido que recordar la Comala
de Rulfo donde se reflexiona sobre la miserable transformación de la vida y se rompen los límites entre lo real y lo irreal, igual que hace
Pilar Zapata en esta magnífica y recomendable novela.