Uno de los blogs que habitualmente sigo, El lamento de Portnoy, asegura lo que ya
dijera Plinio el Joven recordando a su tío Plinio el Viejo, que “No hay libro tan malo que no tenga algo
bueno”. Y es verdad, siempre hay algún valor en cualquiera de ellos.
La reflexión anterior me ha
venido a la memoria durante la lectura de La
marca del meridiano de Lorenzo Silva. La novela, premio Planeta 2012,
vuelve a poner en el tajo a la pareja de picoletos: el brigada Bevilacqua y la
sargento Chamorro. En esta ocasión han de descubrir a los autores del asesinato
de un antiguo compañero de Bevilacqua ya retirado, Rafael Robles. La novela,
como es propio del género policiaco, permite a su autor navegar por los
entresijos de la sociedad española en su más amplio sentido. Y digo esto porque
Silva sitúa a su pareja de investigadores en Madrid, el crimen en la Rioja, la
residencia del fallecido en Cataluña, y ciertas detenciones de policías malos
en Cantabria. Este deambular por el Estado permite al autor, a través de la
primera persona de Rubén Bevilacqua, cavilar sobre el estado de las autonomías,
las relaciones entre las diversas comunidades, las dificultades de las policías
para ocuparse de asuntos “transfronterizos”, la convivencia entre castellano-parlantes
y catalano-parlantes, las banderas…, y así.
Lo anterior viene a demostrar, en
mi humilde opinión, el carácter de novela encargada que tiene esta La marca del meridiano. Efectivamente,
la vida en la España de las autonomías, y en especial en Cataluña, está marcada
por un delicado equilibrio entre lo que significa la corrección para unos y
otros, por una invisible línea que separa sutilmente las actuaciones de estos y
aquellos. Es una situación difícil y que inevitablemente se precipitará en un
sentido no deseado si, como ocurre, no nos conocemos y nos abrimos los tirios y
los troyanos. La novela, bajo la metáfora del Bevilacqua que trabajó en Barcelona
y ahora lo hace en Madrid; que cruzó alguna línea roja en el ejercicio de su
trabajo pero supo volver al lado bueno, no como hizo el asesinado Robles; que
se interesa por el hacer de los otros, en este caso los ‘mossos’; que habla
catalán y castellano; que con las mujeres sabe separar el lado profesional del
personal; que desde la experiencia que dan los años sabe escuchar y soportar
las impertinencias de los jóvenes jefes que le van tocando…; en definitiva,
bajo el enfoque de la estricta racionalidad humana, la novela presenta una
posibilidad de entendimiento, una posibilidad de seguir caminando juntos en el
proyecto común que por ahora es España. Esto es lo que pienso que Lorenzo Silva
viene a exponer en este relato.
Y justamente todo ese catecismo
que he expuesto en el párrafo anterior es el que, entiendo, perjudica al relato
al convertir a Silva en un pelele, en la voz de su amo (¿de Lara?), provocando
que la anécdota policiaca se pierda en ese mar de sentidos políticos actuales.
Y no hay que olvidar que estos alegatos, totalmente habituales en el género,
deben de caminar al paso de la historia y no provocando trompicones en la
lectura con cuñas digresivas que dificulten el seguimiento de la intriga. Si
además ésta en un momento dado da un giro copernicano sacando del baúl de los
recuerdos a un antiguo delincuente encerrado por la pareja Robles-Bevilacqua en
el ‘pleistoceno’ entonces ya la sensación de tomadura de pelo y de utilizar el
texto como pretexto nos invade y desarma. Y esto es, en mi humilde sentir, lo
que ha hecho Lorenzo Silva con esta novela premiada: poner la literatura al servicio
de una causa, lo que aunque le ha proporcionado buenos réditos monetarios creo
que no le ha hecho crecer en la estima de los lectores.
¿Y cuál es entonces ese valor
positivo que he podido encontrar en este libro no tan bueno? Pues sencillamente
ha hecho que recuerde algunos excelentes títulos del género de la novela negra
o policiaca que no caen en este despeñadero. Son obras con las que la novelita
de Lorenzo Silva no resiste la comparación como El tercer hombre de Graham Greene que pese a estar situada en la
Viena de la recién finalizada Segunda guerra mundial la situación política no
esconde ni obnubila la fuerza del relato cargado de misterio, amor, literatura,
suspense. O La máscara de Dimitrios
de Eric Ambler, excelente novela de intriga policiaca en la que el espacio
geográfico en que se ha roto el imperio otomano y austrohúngaro al finalizar la
Primera guerra mundial justifica perfectamente la indagación del protagonista –un
escritor de novelas policiacas- sobre la figura del que fuera en vida Dimitrios
Makropoulos cuyo cadáver aparece flotando en las aguas del Bósforo. O sin salir
del ámbito de nuestra lengua española la magnífica Las muertas de Jorge Ibargüengoitia quien, pese a tratar un asunto
terrible como es el de la compra-venta de mujeres y la violencia ejercida
contra ellas llegando incluso a la muerte, deja espacio para la irrupción en
ocasiones del humor aunque sea crítico. En esta misma línea de Carrión, pero
superándolo con creces, está también 2666
del malogrado Roberto Bolaños.
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